viernes, 28 de septiembre de 2012

Un tipo que fue el mejor de su tiempo y al que persiguió la desgracia: Valentino Mazzola.


El inicio ya fue difícil. Valentino nació en 1919, en la Lombardía que acababa de sufrir la Gran Guerra. Su padre, obrero, estaba en paro. A los 10 años, Valentino se arrojó al rio Adda para salvar a un crío de seis que se ahogaba; el crío, Andrea Bonomi, llegó a ser capitán del Milan. A los 11 años empezó a trabajar como mozo en un horno de pan. A los 20 fue reclutado por la Marina, que le dio estudios elementales y le permitió ingresar como mecánico en una fábrica de Alfa-Romeo. Pasó la Segunda Guerra Mundial bajo las bombas: Alfa-Romeo fabricaba los motores de aviación más ligeros y potentes de la época y sus factorías eran un objetivo estratégico de los aliados. Entre bombazo y bombazo, Valentino tuvo tiempo para casarse, engendrar dos hijos y jugar en el Venezia y desde 1942 en el Torino.
El matrimonio de Valentino Mazzola y Emilia Ranaldi fue un infierno. Para anularlo, el futbolista recurrió en 1947 a un tribunal de Rumanía, alegando que su suegra le pegaba. Así comenzó una batalla legal que duró hasta más allá de la muerte. Valentino se enamoró de Giuseppina Cutrone, pero no pudo casarse con ella.
En 1939, cuando el Venezia le convocó para una prueba, Valentino Mazzola se presentó descalzo: reservaba sus botas de fútbol para los partidos oficiales. Jugó descalzo y convenció a los técnicos. Al año siguiente llegó al Venezia un tipo de su edad que ya se había fogueado tres temporadas en el Milan y jugaba como interior, el mismo puesto de Valentino. Se detestaron en cuanto se vieron. Por fortuna, había lugar para dos interiores. Mazzola se quedó con el lado izquierdo y el número 10. El recién llegado, Ezio Loik, se quedó con el lado derecho y el número 8. Al cabo de unos meses eran amigos inseparables. Durante una década formaron la mejor pareja de centrocampistas del fútbol mundial, primero en el Venezia y después en el Gran Torino.
¿Qué tenía Mazzola? Menos suerte, todo. Gianni Brera, maestro del periodismo deportivo italiano, Enzo Bearzot, el seleccionador que llevó Italia al triunfo en el Mundial de 1982, y Gianpiero Boniperti, ariete eximio y después presidente de la Juventus, coincidieron en que solo Di Stefano había sido mejor futbolista que Mazzola. Vale la pena recordar un episodio de 1948, contado por Boniperti: “Yo era delantero centro y marcaba muchísimos goles. Marqué también esa vez; o, mejor dicho, estaba convencido de haber marcado, porque disparé a la red con todo a mi favor. Alcé los brazos al cielo, los bajé, me agarré los cabellos: sobre la misma línea de gol había aparecido, materializándose de la nada, Valentino Mazzola, y había detenido el balón. Volví hacia el centro del campo con la cabeza baja, decepcionado, casi desesperado. Había dado pocos pasos, recuerdo que apenas había superado el límite del área del Torino, cuando alcé los ojos, advertido por un rugido creciente que se alzaba en el estadio. Mazzola ya estaba allí, junto a nuestra portería, y marcaba un gol”.
El Torino era el mejor equipo de Europa, y posiblemente del mundo, y Valentino Mazzola era su estrella. El Torino ganó cinco “scudetti” consecutivos. Pero en la posguerra no había Mundiales, la Copa de Europa no se había inventado todavía, no existía la televisión y muy poca gente vio al futbolista que enloquecía a la grada cuando se arremangaba: era la señal que dirigía a sus compañeros cuando le parecía que no se esforzaban lo bastante, y funcionaba siempre.
Mientras enamoraba con su fútbol, Valentino acumulaba infortunios. La prensa le criticaba por exigir más dinero al Torino, aunque sus propios compañeros aceptaban que se le pagara el doble que a ellos. Emilia, su mujer, se había llevado al hijo pequeño, Ferruccio, y él vivía con el mayor, Sandrino. Las autoridades eclesiásticas le consideraban un mal ejemplo para la juventud.
En mayo de 1949 se empeñó en llevar al Torino a Lisboa para jugar contra el Benfica el partido de despedida de su amigo Xico Ferreira. Valentino tenía gripe y fiebre alta, pero jugó. En el viaje de vuelta, ya casi en Turín, el avión se estrelló contra la basílica de Superga. En la catástrofe del 4 de mayo de 1949 murieron Valentino Mazzola, Ezio Loik y el resto del Gran Torino, además de los periodistas deportivos más destacados de Italia.
Los tribunales tuvieron la cortesía de concederle una anulación matrimonial póstuma el 22 de julio, y le casaron ya muerto con Giuseppina Cutrone. Su cadáver, sin embargo, siguió sin descansar. Emilia quería enterrarlo en Cassano d’Adda, su pueblo natal. Giuseppina quería enterrarlo en Turín. La madre y los hermanos se pusieron del lado de Giuseppina y Valentino Mazzola recibió, al fin, una sepultura turinesa.
Sus hijos, Sandro y Ferruccio, fueron también futbolistas. Sandro llegó a ser grande, y lloró el día en quePuskas, tras un partido entre la Juve y el Real Madrid, le dio un abrazo y le dijo: “Eres digno de tu padre”. Valentino se perdió en un relativo olvido y muy pocos saben hoy que nadie, salvo Di Stefano y Maradona, jugó como él.(Fuente)

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